viernes, 9 de abril de 2010

GUILLERMO SACCOMANO


Viejo Bar
1/Escribir

"Señala con una marca roja la primera página del libro,
pues la herida es invisible en su comienzo."
Edmond Jabés, El libro de las preguntas

1

La primera vez que viste al tipo del Pontiac fue una mañana radiante en el verano del 59. El convertible rojo acaparaba la atención con sus brillos. El tipo había frenado el auto en la curva de un camino que bordeaba el mar. Y hablaba con una muchacha que se había bajado de una bicicleta. Era un morena delgada, y aunque tenía algo de ese encanto frágil de modelo publicitaria, se apreciaba que su belleza no era standard. La muchacha no precisaba más que un jean y una blusa para tener distinción. El tipo, sin soltar el volante, al mirarla se levantaba apenas los Ray-Ban de sol. Vestía de sport Mc Gregor. Y tampoco precisaba más para que se notara su estilo. Había palmeras alrededor. Una brisa tibia movía las ramas. Más allá, a unos veinte metros, las sombrillas de un club privado, algunas parejas saboreando tragos largos. En un lugar así se la pasaba bien, aunque nadie debía pasarla tan bien como el tipo del Pontiac conquistando a la muchacha. Te pareció que ella iba a cargar la bici en el asiento trasero del Pontiac, pero una muchacha con clase no hacía eso. Con seguridad, se encontrarían esa misma noche. Y por la noche pasaría de todo. El tipo del Pontiac se tomaba su tiempo. A él, las mujeres le sobraban. Les ponía número.
    Otra tarde lo viste frenando el Pontiac en un amarradero. Ahora el tipo, además de los RayBan de sol, tenía un gorrito de béisbol. Era un detalle horrible. Pero un tipo como él podía permitírselo. Los ricos, según papá, estaban por encima de todo. Y los príncipes podían comer con las manos. Eso decía papá. Ahora, con el tipo, estaba una rubia. Ella le hacía señas a una pareja que venía caminando por el muelle. Dejaban atrás un yate. Más tarde, los cuatro se verían en un chalet moderno de la costa. Y en la luz del atardecer, mientras ellas cocinaban en una Magic Chef, ellos, en la sala, prendían sus Luckies con un Ronson y conversaban de negocios y mujeres. Quizá ni siquiera mencionaban negocios y mujeres. Porque tenían resueltos todos sus problemas económicos. Mejor dicho, no tenían ningún problema. Cuando uno no tiene que preocuparse por el dinero, tampoco tiene que hacerlo por las mujeres. Te preguntaste de qué podrían conversar los dos tipos mientras se servían otro trago. De caza y pesca, de viajes. Los espiabas desde las sombras nocturnas. A través de los ventanales podías observar sus movimientos, pero sus voces eran inaudibles. Un Zenith high-fidelity emitía una música ligera, tan ligera y etérea como la atmósfera que respiraban.
    Otra noche, frente a un teatro de Broadway, el tipo llevaba un smoking negro y camisa de seda, blanca. Una platinada hermosísima se le colgaba del brazo, envuelta en un tapado de visón que, al entreabrirse, dejaba ver un ajustado vestido oscuro y aterciopelado, de un escote sensual. Un collar de perlas realzaba su cuello de cisne. Él y ella acababan de llegar al teatro.
    Y los hombres y mujeres reunidos en la entrada, de gala, no podían dejar de mirarlos, a ellos y al convertible rojo que destellaba bajo las marquesinas, reflejando la noche como una fiesta. Para el tipo del Pontiac esta noche era una fiesta. Esta noche y todas las noches de su vida lo eran.
    Y una mañana, en la ruta 66, viste de nuevo el Pontiac. Avanzaba a toda velocidad, compitiendo con un aeroplano que pretendía alcanzarlo desde el cielo. Disparado, el Pontiac aumentaba la elegancia de su diseño. El tipo manejaba sereno, confiando en la potencia del motor. Esa potencia era también la suya. Con él iban dos muchachas. La que viajaba a su lado era una rubia espectacular de pelo corto. La otra, una pelirroja también espectacular, sacudía un pañuelo, burlándose del aeroplano. Pero el tipo, aumentando la fuerza del convertible, las ignoraba. Detrás, a lo lejos, cada vez más lejos, quedaba un hangar.
    Esa mañana supiste lo que te importaba tener ese auto y pisar su acelerador. Querías sentir lo que sentía ese tipo. El viento en la cara. Un viento que olía a campo abierto. Con el Pontiac podías escapar. Pontiac surrounds a man with beauty, decía la propaganda. Y era cierto.
    Prisionero en el galpón del fondo, te costaba despegar los ojos del aviso de Life. Como de costumbre tramabas fugas que nunca serían reales. Esa era la única casa del barrio, situada en el límite entre Floresta y Mataderos, a la que llegaba Life en inglés. Papá la compraba para vos. Porque vos eras el único pibe de esa cuadra que estudiaba inglés. Mamá decía que la casa estaba en Floresta, pensando que decir Floresta y no Mataderos podía hacer diferencia, apartar la pobreza y la enfermedad. Pensaba que mandándote a estudiar inglés a un instituto ese idioma te daría una oportunidad que ella y papá no habían tenido. Que vos estudiaras inglés era una de las tantas contradicciones de papá, que se vanagloriaba de ser socialista. Después de todo, reflexionaba papá, Marx había escrito su obra en las bibliotecas de Londres. Vos estás a tiempo, te dijo papá por entonces. Vos podés salir.
    Aun cuando tu familia no estaba todavía en la pobreza, sino que pertenecía a ese sector que se denomina hipócritamente gente humilde, un peldaño por debajo de la clase media, aun cuando la enfermedad no se había instalado en la casa, flanqueándolos, empezabas a darte cuenta de que determinados sentimientos que generan la pobreza y la enfermedad iban a perseguirte siempre, por más fugas que tramaras. Si los experimentaste una vez, esa vez es para siempre. Vayas donde fueres, estarán siempre con vos. Podés huir de la pobreza y la enfermedad, pero no de sus efectos. Terror, repulsión, vértigo se funden, a veces, en una alteración de las percepciones de tiempo y espacio, los reflejos asustados y temblorosos como después de una resaca fuerte. Podés emborracharte con el dolor. La alegría, cuando sucede, tiene entonces el gusto de un café con leche con medialunas después de haber dado sangre.

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