sábado, 26 de junio de 2010


CARMEN GARRIDO ORTIZ

Escritora española (Fernán Núñez, Córdoba, 1978). Periodista licenciada por la Universidad de Sevilla. Profesora de español para inmigrantes en la Asociación de Jóvenes Inmigrantes Marroquíes, en Madrid, donde reside. Es máster en relaciones internacionales y comunicación por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Como escritora, ha ganado el premio de poesía Andalucía Joven del Instituto Andaluz de la Juventud (2008), con el poemario La hijastra de Job. Asimismo, ganó el concurso de cuentos de Ediciones Fuentetaja con La bofetada, publicado en El cuento, por favor. Sus relatos han sido antologados en Asentamientos (Fuentetaja, 2009), en Velamen (II Premio Luis Adaro; AEN-Gijón, 2008), en El relato más corto del verano (Ediciones Personales, 2008) y en Revista de Feria (Córdoba, 2009). Ha colaborado con las revistas culturales Jazztelia, Almiar/Margen Cero, Ucronías, futurosperiodistas y La Sombra del Esperpento. Forma parte del colectivo de poesía madrileño Pólemos, habiendo recitado en diversos lugares de Madrid, entre ellos Libertad 8. Como periodista, ha trabajado en las secciones de cultura de Diario Córdoba y ABC Córdoba, además de realizar diversas investigaciones sobre el conflicto palestino-israelí; la situación del Sáhara Occidental y otras cuestiones relacionadas con el mundo árabe


Monólogo de escritor

Cuando era joven tenía la firme convicción de que las ideas que inspiraban mis escritos debían vivir cerca del mar. El océano como gran fuente de inspiración; el calor obsceno como tortura sistemática del cerebro derretido (pero incendiario); las noches frescas con sus vinos, mujeres y pachangas, cajas de Pandora en las que yo, veinteañero, buceaba para escoger virtuosas ideas que luego machacaría en mis escritos.
Camus tuvo algo que ver con eso y con mi obstinado apego a lo salado. Desde que El extranjero entró en mi vida, yo quise sentir aquel indecente “no pasar nada” que parecían tener las ciudades de arena y ventiladores en las que viví. Una época que resultó desquiciante y absurda; mis libros y yo vagando a lo largo del Paraná en busca de las ideas. Me instalaba en el salitre y esperaba el llegar de aquellas musas que se reían de mí en cada esquina del periplo.
Pero las musas no inspiraban la idea primigenia, así que todo se volvía profundamente angustioso. Demoledora era la verdad que se cernía sobre mí y de la que huía: no podía ejercer lo que consideraba mi profesión y mi pasión. A quien me preguntaba, yo le respondía: “Soy escritor”. Me sentía ufano de lo que era, una joven promesa, o más bien de lo que podía llegar a ser, uno de los mejores, aunque de facto, yo ejerciera de simple mirón de los segundos de la vida.
Odiaba mentir sobre mí mismo, sobre todo en aquel año de mis veinte en el que me había propuesto ser honesto y ecuánime. Deseaba abandonar las falsedades: gritar sobre algún malecón que yo, que me preciaba de serlo, sólo tenía la ambición, el deseo, la apremiante necesidad de ser escritor, pero que no podía escribir una sola línea porque no ocurría “nada”, ni un ápice de sangre corría en mi interior. Mis anzuelos habían muerto.
El tedio más absoluto hizo que odiara el mundo que me rodeaba, un mundo cariacontecido con mis deseos que no me mostraba ni una sola de sus caras más extravagantes para poder inspirarme en ellas. O tal vez, lo que yo buscaba no estaba en el mundo sino en mi interior, en una de esas simas profundas de mi cerebro, aquellas de donde nacían los sueños dalinianos de media tarde. Como decía el protagonista en Calígula, “el mundo se había vuelto insoportable tal y como estaba hecho y necesitaba la luna, o la felicidad, o la inmortalidad o algo que fuera demente, quizá, pero que no fuera de aquel mundo”. Cualquier alta idea sería el milagro.
Cada tarde de aquellos dos años en que vagué por lugares desconocidos de horizontes marinos, me tendía sobre la cama a viajar sobre los bordes de mi desgracia. Dios, Dios, que no había cosa peor en la vida que anhelar fervientemente algo y no poder tenerlo. Alternaba el vino fresco de la damajuana con algún par de oraciones, hecho que me revolvía las entrañas y me hacía sentir más infantil aun. El peor infierno era el de la nada más absoluta, aquél en el que las ilusiones se iban apagando para dar paso al hastío más total.
En mi habitación, la dueña de la pensión me había dejado por toda compañía un curioso pájaro, propio del lugar, y que era bastante gracioso. La cucujada se paseaba a sus anchas sobre el cuartucho y, cuando alguna vez la quise atrapar, adoptó una actitud desafiante y burlesca: extendía su cola, hinchaba el buche y lanzaba un silbido insufrible que obligaba a olvidar al estúpido animalito que sólo deseaba ser visto.
También yo, como aquel pequeño pavo real, deseaba ser visto y oído. Me di cuenta de ello el día en que le escribí una larga carta a la familia. Una epístola en la que destacaba las virtudes de mi primera obra, el frenesí de actividad en que me hallaba envuelto y las esperanzas que albergaba acerca de la posibilidad de encontrar pronto editor. Cinco pliegues de mentiras que envolví cuidadosamente y que eché al correo quedándome incomprensiblemente, más vacío, aun, de lo que estaba. Y es que por la por la ranura del buzón se había colado, sin darme cuenta, mi “ópera prima”: un relato salpicado por las falsedades de un chiquillo y sus ambiciones estrafalarias. Yo era el primero y obtuso protagonista de la novelita corta que viajaría para Europa. El segundón de la misma y, sin embargo, el personaje más redondo, permanecía de pie mirando fijamente la carta que yacía en el fondo del correo.
La gloria de los poetas, la inmortalidad de los clásicos eran los sueños de aquél que desechó tantas ideas rutinarias porque le habían parecido demasiado triviales para un elogio, una alabanza o un premio. Cierto es que no sabía hacer otra cosa excepto escribir, pero antes de buscar ideas en otros mundos me decidí a buscarlas en mí mismo. Y empecé, aquella misma noche, por escribir otra carta de cinco pliegues, un “J’acuse” completo contra mi propio orgullo, una revelación plena de lo que yo era y una aceptación total de la cucujada que llevaba dentro.
Abandoné el mar y su sal, inspiradores de ajenos escritores y publiqué Ufano, la primera novela, la contraposición de dos cartas: la que envié a Europa y la que me dirigí aquella noche del buzón. Acertadamente, no obtuvo ningún premio.
Ahora que ya me colecciono a mí mismo y pierdo la cuenta del número de libros, siguen sin venir las ideas perfectas, las de alto copete para altos honores. Nacen mis ideas de lo cotidiano, de las hagiografías, del escrutinio de lo ajeno, de los dolores y las ganancias. Sólo plasmo esto. Las grandes musas las dejo vírgenes para los que se parecieron a mí alguna vez. Y por si vuelvo a sentir, aún a mis años, alguna ambición, tengo dos hermosas cucujadas que viven en el palomar. 


1 comentario:

  1. Mis anzuelos habían muerto / no había peor cosa que anhelar fervientemente algo y no poder tenerlo / me colecciono a mi mismo. Me gusto el texto y pensaba que muchas veces pasa en cada uno este sentimiento, y me encantaría investigar sobre las cucujadas...Un abrazo.

    Lily Chavez

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