lunes, 28 de febrero de 2011

Gonzalo Rojas se encuentra en muy grave estado...


El poeta chileno Gonzalo Rojas se encuentra en muy grave estado tras sufrir un infarto cerebral (La República, Montevideo.)

El célebre poeta chileno Gonzalo Rojas, de 93 años de edad, permanece grave tras sufrir un infarto cerebral y su hijo, Gonzalo Rojas-May, dijo temer que ese cuadro sea "irreversible". El poeta permanece en su casa, estable y con soporte médico las veinticuatro horas del día, se anunció a través del sitio web de su fundación.

"Está estable, sin embargo está en la casa en Chillán, lo hemos estado acompañando y los médicos nos han indicado que lo adecuado es que se mantenga en la casa. No se justifica trasladarlo a una institución de salud, sino que solamente que se quede en su casa; está con suero y con apoyo de oxígeno", explicó.
El escritor, ganador del premio Reina Sofía de poesía y del premio Nacional de Literatura de Chile, padeció una neumonía en setiembre de 2010, cuando debió ser internado en el hospital de Chillán.
Autor de "Requiem de la mariposa" y numerosas obras, lanzó el año pasado el libro "Con arrimo y sin arrimo", una selección de obras que incluyó cuatro poemas inéditos.
En 2009 Michelle Bachelet le entregó la Orden al mérito docente y cultural "Gabriela Mistral". Rojas nació el 17 de diciembre de 1917 en Lebu y es considerado, junto con Nicanor Parra, el poeta vivo más importante de Chile.
Organizó a partir de 1958 los famosos Congresos de Escritores en Concepción, reuniendo a lo más selecto de la literatura latinoamericana. Fue diplomático en China y Cuba.
Ha recibido numerosos premios internacionales, entre los que se cuentan: Premio Sociedad de Escritores de Chile por "Poesía Inédita" 1946, Premio Reina Sofía de poesía de España, Premio Octavio Paz de México y José Hernández de Argentina, además del Premio Nacional de Literatura de Chile en 1992 y del Premio Cervantes de Literatura 2003.

Andrés Aldao – Aventuras de Ale Aspis (cap. 4º)



4. La novela de Tomás

En la actualidad abunda ese
tipo de hipocresía moral y social.

Raymond Chandler


Estar en cafúa, pertenecer a la ranchada, conocer el mundo íntimo de los chorros —que son parte de la vida—, te enseña cosas. En el loquero tuve una experiencia de discernimiento entre el límite de cordura y la chifladura.
La publicación de DoReMi..., la emoción que me produjo, podría ser la causa, o el efecto, de un dolor de cabeza persistente. Fui a lo del tordo Cacho, que vive en Lanús y, de acuerdo a los síntomas, me diagnosticó una gastritis... Y nada de mate, me sugirió con cara de Lucifer cuando me iba. Mientras volvía a la Reina del Plata me pregunté: ¿El mate es una adicción o un placer? Abandoné la pregunta metafísica sobre el mate. Y sin entender porqué recordé un voceo callejero de los años de mi infancia: tierra negra para plantas, patrona.

Busqué durante varios días a la  señora María del Carmen De Manuel, con los datos que me dio Bermúdez. No pude ubicarla... Don Samuel me atosigaba, estrechaba el cerco con su diabólico habano.
Salí del bulín. Esa mañana compré el Trombón. Es una manera de contar: esperé al canillita con los cinco mangos, me impacienté y, obvio, me las tomé sin pagar. Me senté en la pizzería de Belgrano y Entre Ríos, pedí un café y una de grasa. Abrí el diario. Daba vuelta las páginas cuando vi la foto de un tipo algo calvo y narigueti: era uno de los jurados del premio Satélite. Lo llamé al flaco Valenzuela, periodista de la página de policiales:
—¿Valenzuela? Te habla Aspis... Sí, bien, bien:me largaron hace unos meses. Una pregunta: me enteré que llegó Tomás Eliahu Rodríguez y necesito verlo, ¿cómo hago?
—¿Para qué lo buscás?... Entiendo, entiendo... Te vas a meter en un quilombo de padre y señor nuestro. ¿Tenés carné de periodista, no? Entonces pedile una entrevista para un diario, pero ojo que el tipo es muy vivo. Sí, se las sabe todas, Ale. Esperá, no cortés... Te cuento algo mío. ¿Sabés lo que me pasó con aquella mina, la Rosaura...? ¡No! ¡Qué Rosaura a la diez ni que ocho cuartos...! seguís longhi como siempre. De nada, suerte.

Aparecí en el hotel a las diez en punto. Me sentía algo vidrioso, no había mateado y eso me jodió. El quía llegó y fuimos a sentarnos en el bar del telo. Pedí un vaso de leche y el Tomás Eliahu me miró con sorna. Le conté una leyenda sobre el porqué de la entrevista, incluso mucho mejor armada que la trama de El vuelo de la Emperatriz, una de sus novelas-
Le pregunté las razones de su llegada, proyectos, hablé de La novela de Juan Domingo y, sosegado, como sin intención, le disparé:
—Qué lío con Richard Tercerópulus y su premio, ¿no? — Me miró con ojos ofidiosos. Le sostuve la mirada. Ja, que a pulseador no me la iba a bajar (la mirada). Se tiró para atrás, estiró las piernas (no carraspeó...).
—¿Para qué me hizo el comentario?
—No sé. Como usted fue uno de los jurados se me ocurrió decirlo. Así nomás, vio. Pero déjelo aquí, Rodríguez.
—¿Quiso insinuarme su recelo...? Le voy a confesar algo: tenía ganas de hablar sobre el tema. Hubo un escándalo y yo fui jurado. No tuve nada que ver con el entuerto, hice mi trabajo hasta donde pude: pero en un mes no se pueden leer doscientas y pico de obras, ¿me entiende?
—Qué interesante. Yo no sé nada de concursos, jurados, es decir, no conozco la dinámica interna de esas cosas (dinámica interna: si me escuchase don Samuel se atoraría con la tos y el habano). Pero oí rumores, varios rumores feos.

Tomás E. Rodríguez daba vueltas, hablaba mucho, se acercaba al punto nodal pero luego se escurría con cancha. No era ningún tonto: daba la impresión de que iba a concretar pero me frenaba a la entrada del templo y no me permitía pasar. Sin embargo, me tiró un piolín: aportó un dato que sería muy precioso. Quedé convencido de que fue un asunto con barro y mierda. Me dijo que se quedaría un mes, daría conferencias y se ocuparía de  otras actividades académicas. Nos despedimos sin mayor efusividad.

* * *

Serafín Spagnolo abrió la puerta y me hizo pasar. Acomódese, me dijo con un hilito de voz que ni para coser pañuelitos serviría. El hombre estaba cadavérico, estrujado. Me preguntó si apetecía alguna bebida. ¿Un vaso de agua puede ser? Diciembre porteño sofocante.
—¿Cómo supo usted que yo hacía el trabajo negro del premio Satélite? Prefiero olvidarme de esos días, ¿sabe?
—Estuve con Tomás Eliahu Rodríguez. Lo recuerda con mucho afecto.
Hablamos de las peripecias y maquinaciones, de Tercerópulus y del gerente de la editorial, de su exilio lujoso, del premio. Entonces le confesé que estaba investigando detalles más precisos de cómo había ocurrido todo ese burdeleo. El Serafín, mirándome con pulcra vaciedad, me dijo: escúcheme, llame a las cosas por su nombre, al pan pan y al quilombo quilombo. Y agregó que me iba a contar un par de cosas…
—¿Le importa que lo que me cuente pueda trascender?
—No me importa. La editorial me dio unos mangos y me echó: yo era un riesgo, vi cosas, escuché otras, supuse... y descubrí. Todo quedó guardado en esta cabeza rasposa, en mi memoria.

Lo observaba con curiosidad. Lo imaginé con alma de rengo, siempre dispuesto a la venganza, a tomarse un cóctel de rencor e inquina con limón y bíter. Me hice el clemente, el comprensivo. Y Serafín comenzó a parlarla. No podía frenarse...
—El ruso Chavesky quería promocionar al griego Richard, entiende. La editorial no andaba bien, y tenía un contrato para publicar un libro suyo, Billetes y Cenizas*
—¿No se llamaba Cenizas y diamantes?
—Pero no, Aspis, usted se confunde con la película de un director polaco. Usted vuela, ¿tiene aserrín en la sesera? Billetes y Cenizas era una trenza policial; después hicieron una película.
—No se enoje, Spagnolo, era una bromita... Estas minucias se conocen, en esta urbe todo se remonta, todo se sabe, hay alcantarillas secretas y gente que hace del chimento calamares en su tinta. ¿Comprende?
—Sí, claro, lo más grueso se sabe, pero yo tengo el explosivo y conozco los entretelones. Todo catalogado, con rúbricas y fechas. Papeles y notitas con nombres. Y fotocopias de cheques. ¿Usted se da cuenta del tesoro que tengo en mi poder?
—Sí, usted tiene El tesoro de la sierra madre, amigo. ¿Y qué piensa hacer con eso? Ahora ya todos conocen la historieta, pero incompleta, ¿se va a guardar el tesoro como si fuese un bucanero jubilado?
—Aspis, ¿usted quiere lo que llama el tesoro…? ¿le va a dar algún uso?
— Spagnolo, no tengo un mango, no puedo pagarle ni un peso gastado.
Nos despedimos con un apretón de manos. Alma de rengo: casi me la rompe.

Esa noche don Samuel me llamó por teléfono. Quería saber cómo iban las cosas.
Muchacho, usted es el Fantasma de la Ópera, ¿está haciendo algo o no? preguntó sin mucha convicción. Le dije que tenía en mi poder la crema pastelera de la nota. Se tranquilizó.
A la mañana fui al pasaje Barolo, en Avenida de Mayo 1370 entre San José y Santiago del Estero. Un edificio despampanante. La oficina que buscaba estaba en el tercer piso. Sobre una placa nada modesta lei el nombre: Fermín Aquitapache, asuntos penales y comerciales. Entré pisando como un soldado tedesco.
—Señorita, buen día, necesito hablar con el doctor Aquitapache.
—¿Está citado con el doctor?
—No hago citas con hombres, je je je —El chiste no le gustó nada.
Discutimos (incluso me mostró las uñas pintadas de tono escarlata). Al final me pidió que esperase un momentito mientras me echaba el humo del faso a los ojos. Le tiré un beso con los dedos y ella muequeó un gesto con los labios, como sonrisa de vampiresa de una película de Hong Kong. Luego me hizo pasar.
Una conversación íntima, amistosa. Aquitapache me dio a leer un par de páginas. Tomé notas en un cuaderno de hojas manchadas, le agradecí con una reverencia otomana y me fui a la Agencia. Antes de salir saludé a la china y le dejé mi tarjeta, con dirección y teléfono (lo descuelgo de noche, le advertí).

Don Samuel estaba de un humor negro, feroz diría. La mujer había ido de compras y le cayó una cuenta/sudestada en plena calle Riobamba.
—Aspis, necesito ese artículo para mañana, mi mujer hace de mis billetes cenizas, ¿se da cuenta, Aspis?
—Usted me apura, yo no puedo escribir bajo presión, don Samuel. ¿Qué expectativas tiene para el artículo? El fraude es conocido, de estado público.
—Sí... de acuerdo al fallo judicial. Y rumores, nada cierto. ¿Usted va a repetir lo que todo el mundo conoce?
—No don Samuel, usted me conoce, ¿no? ¿Cree que voy a rezar un padre nuestro y se acabó? Voy a tirar una bomba, ¡buummm buummm!
Toña me miraba (creo que me miraba...) orgullosa, feliz.

El teclado echaba humo; esta vez llegué a doce páginas. Reproduje las notitas que Chavesky le entregaba a Spagnolo y éste a dos de los jurados, quienes hacían el trabajo de paco mocho, cambiaban los manuscritos y convencían a los restantes de la importancia de premiar al que puede hacerle sombra al más grande escritor argentino, Jorge Atchís (a éste lo agarraron infraganti robando flores en los jardines de Quilmes y revendiéndolas luego en las kermeses de la Recoleta, frente a la tumba de Alvear).
Expliqué cada uno de los pasos. Con detalles fastuosos, números de cheques, fotocopias de recibos firmados con rúbrica aclarada, copia de transferencias bancarias de la editorial Sátelite. Otra que el caso Satanovsky...
La nota no tenía floripondios circulares. Era cruel, tierna como una astilla de quebracho, los nombres de los entregadores resaltados en negrita. La pulí con arsénico y encaje moderno, la repasé varias veces, quitaba boludeces y le agregaba saña...

Llegué a la Agencia al mediodía. Samuel se había ido a entrevistar a algún tipo raro. Conversé con Toña, cuyo alfiler de gancho estaba pálido y mocoso. ¿Cómo se resfría con este calor, Toña?, le dije, inocente. Se largó a hipar, temblaba toda mirándome a través de las lágrimas. Le pedí un cafecito y se calmó. ¿Raro, no? Entonces llegó el tifón acompañado del habano
—Qué dice muchacho, qué noticias tiene. Que sean buenas buenas, ¿eh?
—Aquí tiene la nota, don Samuel, estoy emocionado...
Agarró las doce páginas, encendió otro habano holandés y comenzó a leer con esos ojos semi cerrados de ardilla. Blandía el lápiz como una Ballester Molina de 9mm. De vez en cuando  levantaba la vista y clavaba sus ojos en los míos. Aunque permanecía circunspecto. Serio en serio.
—Aspis, lo felicito. El artículo es concluyente, apropiado para un pasquín. Van a pagar muchos billetes por este trabajo... Pero usted tiene que eliminar los nombres de esos dos escritores. ¿Me oye? Esos nombres no pueden figurar.
—Pero por qué, si ésa es toda la gracia del trabajo. Don Samuel, usted no me puede hacer eso. El público tiene derecho a saber.
—¡Aspis! ¿me escucha? No quiero juicios, no quiero a la policía en la Agencia, es suficiente con escribir que los nombres de los implicados están guardados en la caja fuerte de un banco, que la justicia falló con pruebas eventuales, y que nosotros tenemos las evidencias irrefutables, materiales. Saque o cambie los párrafos en que aparecen esos personajes.
—Tengo otra posibilidad, don Samuel... no venderle la nota —Casi me tiro un lagrimón. Me debo de haber puesto rojo, con la hoz y el martillo en la frente... como dos cuernos satánicos.
—Pero usted es un trompa único —añadí— me ha ayudado a ir en cana... y a sacarme. Voy a cambiar la nota. Usted es el primero que logra que me ablande —El Samuel éste se levantó y me dio un abrazo...

Me fui al restorán de Lupo, en Carlos Calvo casi Piedras. Me senté a la mesa que da a la vidriera. Los riñones a la provenzal eran un manjar para dioses, o periodistas embroncados. Me mandé dos medios de la casa y al pedir el tercero percibí dentro de mi cabeza a dos literatos jugando al ping pong con billetes y cenizas enrollado en un paco mocho.
Esa noche vi la nota en La Gaceta Pajiza, miré el título, hice un bollo y lo tiré al tacho de desperdicios de una charcutería. ·

______________________

*En 1997, el escritor Ricardo Piglia fue distinguido con el Premio Planeta por Plata Quemada. El año pasado (2004), el escritor y la editorial fueron condenados a pagar una indemnización de 10 mil pesos a Gustavo Nielsen, otro novelista que perdió el concurso, en un fallo que ponía en duda la transparencia del certamen, sentencia que fue apelada por Planeta. En septiembre de 2005 la Corte Suprema de Justicia ratificó el fallo condenatorio contra ambos, dejando firme la sentencia.



Celmiro Koryto – cuentos breves


CELMIRO KORYTO


Incendio


Atenas estaba rodeada por las llamas ese verano
El ardiente calor era irrespirable. Humo y llamas casi lamían el filo de la ciudad. Aún así, logró  escapar, entre brechas de fuego.
Cuando finalizó la carta, pensó que jamás vio tan claro el por qué de su acto.
Había conquistado todo lo deseado  y  ahora todo le parecía tan insubstancial. Solamente el egoísmo flotaba sobre el dolor que causaría en sus queridos.
Muchas veces ante el peligro juzgó que a veces morimos para encontrarnos y hasta el  ínfimo instante somos perfectamente racionales.
Su séptimo libro pudo ser un nuevo éxito, no así, su última tomografía computada.
Escrupulosamente se acicaló y ya en el auto aceleró por la ruta hacia esa masa ígnea que  jubilosamente lo aclamaba.


Inevitable


No alcanzó a recordar ni el año ni el día de esa tarde con el cielo rayado y quebrado de relámpagos, ni cuándo arribó al pueblo por una senda interminable con olor a eucaliptus.
Un reventón, lo obligó a dejar el auto a medio km  de su meta al costado de la carretera.
Al borde de la noche, se inició el concierto, que a regañadientes pagaron mal y sin ganas los dirigentes del pueblo y todo para tapar la fachada del salón de juegos de azar
Un cadavérico y trémulo galán, anuncio los preludios de Litz, la sinfonía inconclusa de Schubert,  el Pachabel de Cannon y otras piezas menores, los asistentes, acogieron con aplausos al novel pianista.
Entre piezas, recorrió con mirada astuta a su  público… algunos, artísticamente dormidos en el hombro de su pareja y otros con la seguridad de ser la primera vez que asistían a algo tan clásico. Indiscutiblemente pensarían  que sus manos eran las equivocadas en tanto sus oídos se revelaban casi obligados a pagar franqueo por cada nota.
Después del pequeño ágape y  sobre la medianoche regresó al delgado cuarto de hotel para aliviar, su cansancio mental y físico. Desahuciado, ante la indiferencia de la mayoría del público, se acostó en la penumbra y especuló, que temprano en la mañana  iría a cambiar el neumático.
La neblina persistía, en tanto ajustaba la tercera tuerca un camión por evitar un enorme bache, patinó y embistió su auto.

domingo, 27 de febrero de 2011

ERNESTO RAMÍREZ - POEMAS


ERNESTO RAMÍREZ



trincheras de algodón
es el no querer ver
el cerrar los ojos y empeñarse
en soñar con un hombre nuevo
con un ser humano que no destiña
con un mundo donde la bestia de rugidos de fuego se devore a sí misma
dejando su sustento a las tripas cansadas de vigilia
es el soñar que hay esperanza diciéndose:
“soñemos pero a condición de creer en el sueño”
-vieja alfombra pisoteada-
no perciben que mientras abocados a ello
se atrincheran en sus sueños
la realidad
galopa enancada a una infantería de necios
hábilmente manejada por locos áuricos
estos dementes
rentabilizan la esperanza
y probablemente…
la inventaron.

* * * 
clausura
la noche es una gran monja
clausurando esta fatiga de vino y hastio
su cerrada virtud ahoga el pecho
bajo la letanía de un rosario de guiños 
hembra entregada a este dios
de grandes manos vacías y cruz endógena
que nada ha hecho en siete días ni hará en siete siglos
más que beber y abdicar al paraíso
y en el juicio final será apenas un reo más
culpable, totalmente culpable, de su inocencia indecente
de la intrínseca capacidad de errar
y del sacrilegio de ser siendo ajeno al dogma y a la estupidez
sin confesor ni lava pies
exento del arrepentimiento por la reiteración real
dadivoso con su diezmo de pecados sin gloria
dispuesto a arder también en la muerte
tratando simplemente de seguir acuñando en barro onírico
hombres a su propia semejanza
carozos sin orden de desalojo
e infiernos menos tangibles
donde el hambre y la hipocresía
sean apenas pequeños lunares no desnudada piel
donde cada dios sea un hombre y todo hombre un dios
libre de elevar o arrastrar
su propio destino
sin que otro, dios u hombre,
lo condicione
rija
o trunque.

Ernesto Ramírez

AMELIA ARELLANO  Espina

AMELIA ARELLANO


Un amor, un dolor sin límite, un deseo.
Los címbalos solares y el esplendor y el miedo...”
Gabriel Celaya

Siempre estuvo conmigo.
Antes de ser la piel bajo mi piel.
Astilla sobre astilla. Espina. Silicio.
Sustancia de barro y de madera.
Aguijón que penetra y palpitando, calla.
Se dilata y contrae, se oyen gritos de huesos
Hay tantas confesiones en este antiguo prisma.
Tiempo inmemorial que  acompaña.
La cuido. La preservo. La escondo.
Si no se toca, no duele, no lastima.

Y ahora que la tarde ya cae.
Aparece la botella y el naufrago.
Y me hundo y me sumerjo y me pierdo.
Y la espina silente es un grito inaudible.
Es un pez. Un niño. Un latido. Un miedo.
Trae un amor de años, anterior al pulgar.
Anterior a las formas, a los sexos.

Acaso, por vez primera, vaya a su encuentro, la libere.
Y te atraviese y florezca en rosa.

©Amelia Arellano

MARITA RAGOZZA DE MANDRINI - Poema



Marita Ragozza de Mandrini


                              El Cero Y La Luz


No basta toda la aritmética
para encender un solo cero.

Pero tampoco alcanza la mirada
para unir ojos encandilados
con el cero que alumbra
la luz de algunos sueños.

Quizás toda la luz
sea unir un solo cero:
la mirada y su propio sueño.

Sin embargo
para unir los sueños
hay que apagar la luz.

             
                    Dos Sombras

A  veces creo que tengo dos sombras.

Una, la de siempre
compañera silenciosa,
bruno perfil,
espejo en negativo,
mímesis de mi figura.

En algunos días siento
su caricia en la mejilla de mi soledad.

Pero ¿Y la otra?
¿La que no conozco?     
Es como desierto oscuro
estrella velada
yugulada lámpara . . .

¿Es que habrá en  mí
- por fin -
un nuevo cuerpo por revelarse?

Marita Ragozza De Mandrini



Generación Abierta en Radio


Letras-Arte-Educación
Todos los  martes de 17 a 18 hs  (Hora Buenos Aires)
Por FM Cultura, 97.9 MHZ
A su vez, quienes estén interesados en escucharnos en vivo por internet deben ingresar awww.fmradiocultura.com.ar
Para dejar mensajes: 5237-3787  

Teléfonos para comunicarse en VIVO:5031-9807/      5031-9808  

Conducción: Luis Raúl Calvo, Nora Patricia Nardo y Ricardo Héctor Reyes, con la participación de Adriana Gaspar.

Martes 1° de Marzo de 2011 


Emisión N° 180

  *Letras:  
Poetas de Hoy: Entrevista exclusiva al gran poeta español Antonio Gamoneda (Premio Cervantes 2006).
          *Artes Visuales: 
Muestra del maestro mexicano Arturo Macías (escultor) en Buenos Aires. Por Adriana Llarín.
*Educación:
  Semblazas: Ella, la otra olvidada.

*Música: 
Intérpretes del jazz. Eddie Pequenino. Un artista vital.

*Charlas de Café

CARLOS ARTURO TRINELLI - Un trolebús en el bar baviera*



Cuando comenzó a hablarme, Helmut, el dueño del bar, ubicado a su espalda, se estiraba el ojo hacia abajo con el dedo índice. Me avisaba de algo obvio a simple vista como si protegiera a un menor de un pedófilo.
A Helmut le incomodaba la presencia distinta del viejo trolo. Sin embargo, como cumplía las reglas de convivencia que imperaban en ese planeta de borrachos no hacía más que mirarlo de mala manera.
-Yo soy Santiago, me dicen Tiago como al hermano de Jesús ¿vos cómo te llamás?
Se presentó con la voz arrastrada en un seseo y con las manos anchas y gruesas como aspas en constante movimiento.
-Enrique, respondí con indiferencia.
-Como Enrique El Navegante.
-No, como Enrique Lotriski.
-¿Quién es?
-Yo.
Los ojos vivaces de un marrón apenas más claro que la piel cetrina le brillaron de gusto. Por las dudas, fiel a mi principio de que más vale ponerse colorado una vez que rojo para siempre, máxima que me fue inculcada de niño por una tía, dije:-Sí querés hablar, hablemos, si buscás otra cosa, seguí viaje.
-¡Ahhh! exclamó como buen maraca.
Yo miré la hora y bebí un sorbo de mi vaso.
-Es difícil que pase la hora cuando la estás mirando, es tímida, dijo él con afectación y siguió parado a mi lado.
Lo miré de soslayo, el labio inferior caído y más grueso que el superior, le daba el aspecto del no saber permanente. Era un puto feo.
-Quiero hablar Enrique, te prometo que me porto bien.
Me di vuelta y caminé detrás de él hacia una mesa. El traje, brilloso de planchados, caminaba delante. Nos sentamos frente a frente y pedimos una cerveza que, Tiago, se adelantó en pagar.
Lo observé bien. El aspecto era el de un tanguero de los cuarenta, pero trolo. El cuello de la camisa raído estaba surcado por líneas de mugre y el nudo de la corbata engrasado denunciaba que el dueño se la quitaba sin deshacerlo. El pelo teñido de negro azabache nacía blanco, alineado en una raya apenas encima de la oreja en el intento por disimular la calva.
-Puto y borracho las tenés todas en contra, dije no excento de agresividad.
-La sexualidad es jodida cuando viene cambiada, replicó y me hizo arrepentir de lo dicho.
Agregó que cansado de mendigar afecto en los baños de las estaciones, comenzó a frecuentar los bares. Nada lo saciaba ya que, al concluir, se hallaba más vacío que al principio. El único cambio que notaba era que un borracho era un individuo más sensible que cualquier sobrio. Yo no estaba tan seguro.
El truco era sencillo y no por viejo menos efectivo, jugaba a la copa vacía y él no terminaba la propia. Una vez quebrado el oponente, lo demás era fácil. Controlé los vasos con disimulo.
-Por suerte los años me aplacaron el deseo, dijo y pidió otra cerveza. Enseguida agregó:-Pero no las ganas de afecto y de compartir la soledad con alguién.
La soledad sobrevolaba todos los temas en el Baviera. Algunos hablaban solos y otros dialogaban entre sí con la intención de homogeneizar las soledades.
Afuera comenzaba a llover. Los parroquianos, como hinoptizados por el espectáculo, vaso en mano, se agolpaban en las ventanas como espectros de la tormenta.
Tiago agregaba:-Siempre estuve solo, y detalló las muertes,  que los que avanzamos en el tiempo, padecemos,-hasta el gato se me murió, hizo una pausa con la mirada puesta en el vaso y concluyó,-por supuesto que era un gato castrado.
Pedimos otra cerveza y la pagué yo, comenzamos a cortarla con gin.
-El problema mío, principió a decir con el seseo arrastrado,-es que siempre viví mi homosexualidad con culpa.
No supe qué decir, de hecho nunca había escuchado confesiones de un trolo.
-¡Qué vas a hacer! Cada uno hace lo que puede y es bastante, dije sin convicción. Me hubiera gustado decirle que no se aflija que todos tenemos culpas porque podríamos ser de otra forma. No dije nada. A veces lo mejor es no decir nada. Compartir era suficiente y lo hacíamos sin dejar de adorar a nuestra diosa, la bebida, libertaria de las culpas, heroína de las conciencias.
En la sexta cerveza con gin, me solté y narré algunas vaguedades. Él ya era un puto feliz que a todo le hallaba las partes graciosas. A mí, empezó a resultarme ingenioso.
-Nadie quiere a nadie, es mejor decir, nadie ama a nadie, soltó con la lengua pegada y la cabeza como esos perritos de adorno que se colocan en los autos. Siguió:-Jesús, el propio Jesús, aquí alzó la voz y Helmut lo chistó, -decía, el propio Jesús no amó  en particular a nadie, Él amaba en general, a la humanidad...
Comenzó a reirse tan fuerte que Helmut vino hasta nosotros.
-Señor, si no puede guardar las formas, tendrá que irse, dijo con todas las erres bien pronunciadas y la cara roja.
-Yo respondo Helmut, dije sin arrogancia. Me creyó y se fue de nuevo a su puesto de vigía detrás del mostrador.
-¡Qué disparate Enrique! amar a la humanidad. Yo, Tiago Jiménez sostengo que amar a todos es amar a ninguno, a ninguno, bajó el tono en la repetición, colgó aún más el labio inferior y los ojos rebasaron unas lágrimas. Me incorporé un poco y lo abracé ¡pobre puto desconsolado!
Lo ayudé a pararse, debíamos partir antes de ser echados.
Todavía lloviznaba cuando salimos abrazados. Era de noche, la calle estaba vacía y todo brillaba mojado bajo las luces. Quiso besarme y lo aparté con la palma de la mano en la cara. Se resbaló y debí sujetarlo para que no se golpeé contra el piso.
Nos apoyamos en un paredón y piyamos. Las meadas levantaban vapor en la vereda. Entonces sucedió, me distraje un momento en la sacudida de mi pájaro y alcancé justo a enjaularlo. Como un murciélago la manopla de Tiago se me vino encima en un intento por atraparlo. La intuición me hizo girar la cintura a la derecha y saqué un cruzado de izquierda. No fue mi mejor golpe pero se estrelló en su oreja, perdió pie y yo conseguí pararme con guardia de diestro. La derecha salió directa, se dirigía a la nariz pero el perder pie lo salvó y el golpe impactó en la frente. Cayó de culo con las piernas para arriba.
Comencé a caminar, todo estaba en su sitio. Atrás quedaba un puto farsante y pensé, ¡qué difícil era ayudarlo por más piedad que inspirara! ●

© Carlos Arturo Trinelli

*Este relato obtuvo un premio en el  certamente  de narrativa de Artesanías Literarias