sábado, 17 de diciembre de 2011

Juan Marsé

                 

                             
Ayudante de laboratorio

Cierro los ojos. Intento rescatar, entre la vorágine de 66 veranos vividos, el peor verano de mi vida. Casi no conservo recuerdos de los cuatro o cinco primeros, lamentablemente. Pero estoy totalmente seguro de que mi peor verano no se cuenta entre ellos. Cierro los ojos para ver si entre ese cegador laberinto de veranos distingo el más penoso, el que se torció, y para mi sorpresa, la primera pulsión de aquel negrísimo estío me llega a través de los sentidos. De repente, me invade una ola de calor sofocante y pegajoso, un calor más próximo y real que cualquiera de los recuerdos que arrastra el sofoco reconocido. Sin ninguna duda estoy en París, en julio de 1961. Vivo en un hotelucho de pomposo nombre, en el 19 de la Rue du Pont-Neuf, Hotel Duc de Bourgogne, enfrente de Les Halles, el vientre de París hoy convertido en delirante galimatías comercial.
Todos los días cruzo el legendario puente y almuerzo en algún restaurante barato del barrio latino o en el self-service del Foyer des Etudiants, o simplemente me compro un cucurucho de patatas fritas. El verano en París está resultando una pesadilla a ambos lados del Sena, pero estoy dispuesto a aguantar como sea en espera de un golpe de suerte. Malvivo con algunos francos que me gano dando clases de español a la bellísima Teresa Casadesus, hija del pianista Robert Casadesus (ella me inspirará el título de la novela que ya tengo en mente, Últimas tardes con Teresa) y también al poeta Pierre Emmanuel, que gentilmente se deja enseñar para echarme una mano: Emmanuel habla español casi a la perfección. El poeta preside el llamado Congrès pour la Liberté de lal Culture en el 104 del Boulevard Hausmann, organismo que, por recomendación de Josep Mª Castellet y Carlos Barral, me otorgó una bolsa de viaje de 1.000 nuevos francos para visitar París. Pero la bolsa se vació enseguida. Ahora busco un trabajo con horario regular que me deje tiempo libre para escribir. Busco y busco, pero no encuentro. Frecuento la Librería Española de Soriano, en Rue de la Seine, donde a menudo contertulian Tuñón de Lara, Juan Goytisolo, los pintores Díaz y Ortega, Corrales Egea, Manolo Ballesteros, mi amigo Antonio Pérez, etc.

Algunas noches ceno en casa de Monique Lange y Juan Goytisolo, pero más frecuentemente me dejo caer por casa de María y Alejo Lluhansí, un joven y animoso matrimonio de Girona, casi siempre en compañía de Antonio Pérez y Enric Marqués, el pintor, también de Girona. Rue des Canettes 16, entre Saint Germain des Près y la Place Saint Sulpice. Formidable su ayuda, y su compañía, pero el tiempo pasa y sigo sin encontrar trabajo. Me angustia la idea de verme obligado a rendirme y tener que regresar a Barcelona. Alejo o Antonio, no recuerdo cuál de los dos, me aconseja acercarme al Institut Pasteur, 25 Rue du Docteur Roux. Al parecer, allí siempre hay trabajo para desesperados como yo. En efecto, necesitan un garçon de laboratoire. Me recibe el jefe de pesonal y seguidamente me envía al mismísimo Jacques Monod, el eminente biólogo, para que me examine y apruebe mi ingreso, o no lo apruebe... Entro en su despacho de la planta baja del Institut con el alma en vilo. Monod, que dirige el departamento de Biochimie Celulaire, es futuro premio Nobel y autor de un libro, "El azar y la necesidad", que años después la casualidad querrá que en España lo publique mi propio editor, Carlos Barral.
Secretamente esperanzado, confiando en que Jacques Monod -un hombre con un gran encanto personal, muy culto y de mirada inteligente, muy atractivo y seductor- me acepte sin exigir demasiados requisitos como garçon de laboratoire, una especie de chico de los recados en los laboratorios, me presto encantado a contestar a sus preguntas: ¿De dónde vengo? De Barcelona. ¿A qué me dedicaba en Barcelona? Fui operario de joyería, ahora soy, o mejor, quiero ser, escritor... He publicado mi primera novela en España hace muy poco (aquí, el ilustre biólogo empieza a mirarme con verdadera curiosidad, y yo diría que también con cierta admiración, o eso me parece) y Maurice Edgar Coindreau, el famoso introductor de William Faulkner y de John Dos Passos en Francia me la está traduciendo al francés y se publicará en chez Gallimard y bla bla bla. Tan asombrado e interesante se muestra Monod, que me digo: "Ya es mío. Soy el nuevo garçon de laboratoire". Sigue una larga entrevista que no hace más que aumentar mi confiánza y mi euforia: el puesto es mío. Monod, por su parte, no acaba de entender que un joven novelista que acaba de publicar su primer libro esté tan firmemente dispuesto a trabajar de garçon. Le explico que, bueno, yo no vivo precisamente de rentas, monsieur, aquí en París no tengo trabajo, ni dinero, y mi intención es quedarme a vivir un par de años en la ciudad y aprender bien el idioma, etc. Le hablo del famoso pianista Robert Casadesus y del poeta Pierre Emmanuel, del hispanista Jean Cassou y de su hija Isabel, todos ellos buenos amigos (su asombro va en aumento, también mi convicción de que el puesto ya es mío) que me han ayudado amablemente hasta hoy, le digo, pero ahora quiero ganarme la vida por mi cuenta. Monsieur Monod lo comprende, es más, le parece muy bien. Finalmente decide dar por terminada la entrevista y me anuncia que va a presentarme al personal de su departamento. En el pasillo nos cruzamos con el biólogo François Jacob, que andando el tiempo será también premio Nobel y director del Pasteur. Monod me introduce en lo que parece una cocina muy amplia y llena de vapor, donde unas 30 muchachas vestidas con uniforme blanco impoluto esterilizan toda clase de cachivaches de cristal, sobre todo probetas y tubos de ensayo y jeringuillas metidas en grandes cazuelas donde hierve el agua. Nada más entrar el gran jefe Monod, las mujeres suspenden en el acto sus labores y se alinean hombro con hombro al lado de las calderas. Monod, muy ceremonioso y circunspecto, con ese ritual tan exquisitamente francés, las saluda con una elegante inclinación de cabeza. "Va a presentarme, ya está hecho", me digo. Pero lo que sale de los labios de Monod no es exactamente lo que yo espero. Dice con su bella y parsimoniosa dicción: "Madame, je vous presente le candidat a garçon de laboratoire". ¡¿He oído bien?! ¡¿Ha dicho le candidat?! ¡El candidato! ¡De modo que después de todo, no soy más que un candidato! ¿0 no es más que otra cortesía verbal típicamente francesa, una, digamos, licencia poética? Me hundo en una depresión que me dura hasta el día que me llaman para informarme que, finalmente, el candidato catalán ha sido aceptado. Han sido siete días de pesadilla, pero al octavo ya estoy trabajando en el Pasteur con Jacques Monod y François Jacob; me levanto temprano y trabajo duro, pero antes de las cinco de la tarde ya estoy libre y de vuelta al barrio latino. Me pagan 640 nuevos francos con 17 céntimos al mes, y tengo tiempo libre para leer y escribir el primer esbozo de lo que será Últimas tardes con Teresa. Es septiembre y ya no siento calor. Creo que ha terminado el peor verano de mi vida.

2 comentarios:

  1. Una crónica del devenir de un gran escritor que trasluce la certeza de que el arte no siempre paga, Carlos Arturo Trinelli

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  2. Un talentoso "santo de mi devoción" cuenta anécdotas de su estancia en Francia. El más grande prosista (junto a Muñoz Molina) de la narrativa española. andrés

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