jueves, 23 de mayo de 2013

CINE | Festival de Cannes

Un fotograma de 'La vie d'Adèle'.

Piel divina

Luis Martínez (enviado especial) | Cannes

Cannes, tan atento a Twitter como a todas las dolencias de las que es capaz el hombre, dedicó el día a la más devastadora de todas las epidemias: la familia. Primero Alexander Payne, en su irrefutable y perfecta 'Nebraska', recompuso de nuevo los hilos que tejen su filmografía para ofrecer una historia melancólica, herida y profundamente tierna de eso: del accidente mortal de ser padre o hijo.
Luego, el director de origen tunecino Abdellatif Kechiche detuvo literalmente la circulación con la deslumbrante 'La vie d'Adèle', sin duda el ejercicio de cine más provocador, enérgico, erótico y sincero que ha visto este año la Croisette. Y todo ello a vueltas con el calor, el calor familiar de la carne. Por cierto, pocas veces antes en el cine reciente se ha rodado de forma tan frontal, tierna y precisa el sexo, el sexo lésbico. Y otra vez por cierto, ¿hemos mencionado ya la palabra sexo?
[Excurso: piénsese bien, de todas las instituciones sociales, llamémoslo así, que ha creado el hombre, la única que dispone de especialidad médica específica es la familia. No existe el médico de los amigos o de los colegas de trabajo o de los seguidores de Twitter (aunque todo se andará). Es decir, damos por bueno que, antes que cualquier otra cosa, la familia es una enfermedad. Mortal.]
La piel abierta y dulce
Hay películas que, apenas hacen acto de presencia, explotan. Pongamos 'La vie d'Adèle' (La vida de Adèle). Sobre el papel se trata simplemente del viaje de una joven desde las dudas de la pubertad a la certeza del desastre que vendrá después. Es decir, eso que generalmente se diagnostica como madurar. Eso o crecer.
Pues bien, sobre la pantalla, simplemente un milagro. La cámara de Abdelatif Kechiche se sitúa a escasos centímetros de la actriz AdèleExarchopoulos (tatuémonos ese apellido) para literalmente tomar al asalto el cuerpo, el suyo y el de cualquiera de los que se cruzan con él. Incluida la propia mirada del espectador. Sin desmayo, sin dejar que sobre ni uno solo de los 179 minutos que componen la cinta, el director compone la más voluptuosa, cálida e irrefrenable radiografía de la piel. La piel dulce.
El acierto, en definitiva, consiste en dar vida y, sobre todo, carne, a la pulsión de los cuerpos. Kachiche quiere que la pantalla se convierta en casi un ser vivo, que respire, que se empape. La idea no es otra que anular la sensación de ventana con la que indefectible se tropieza un espectador dentro del cine. Y la forma de hacerlo es sin ocultar nada, enseñándolo absolutamente todo; cuestionando los propios límites de la mirada.
No se trata tanto de reproducir la pregunta tranquilizadora de siempre, "¿qué es pornografía y qué erotismo?" como de anularla. La cámara se cuela en la esgrima de los muslos electrizados, desnudos e irresistiblemente vivos, y lo hace como un bisturí a la caza de esa pulsión atávica y milagrosa que nos hace sentirnos vivos. Ahora sí, es sexo puro porque no puede ser sino amor. Puro. Amor infatible, pleno y perfectamente húmedo. Ahora, una pausa y respiramos.
La cuestión que siempre nos ha perseguido, antes incluso de que Freud escribiera una sola línea, es cómo controlar la revolución de lo más íntimo, de las hormonas. Y, para ello y por resumirlo mucho, inventamos cosas como la cultura, la religión o, ya que estamos, la familia. Hemos llegado. Fue la sanción, la norma, el pecado, el que inventó la pornografía. No al revés.
Pues bien, en esto consiste el crudo, brillante y arriesgadísimo trabajo del director acompañado de Adèle y de una arrebatadora Léa Seydoux. No sé si hemos dicho ya que el sexo esta entre ellas.
Exactamente igual que el amor, el desengaño, la pérdida, la desesperación y la mentira. Pues todo ello es también el sexo.
Lo último que habíamos visto de Abdellatif Kechiche se titulaba la 'Vénus noire' (Venus negra). Se trataba de la historia de la vida real de Saartjie Baartman, la mujer sudafricana exhibida como un animal a principios del siglo XIX. La idea era reflexionar sobre el proceso mismo de exhibición. Primero vemos a la mujer ofrecida a los académicos en la universidad; más tarde es entregada a los borrachos en las barracas de feria; posteriormente, a la alta sociedad de París, y, finalmente, a los clientes de los burdeles. Y siempre era el propio espectador de la película el que, incluido entre los que contemplan a la 'Venus hotentota', es cuestionado. Brillante.
Ahora, mucho más depurado y frontal, el ejercicio consiste desnudar completamente de artificios la propia mirada del espectador hasta confundirla con la superficie de la piel de las protagonistas. Y de este modo alcanzar el tacto profundo del amor, del sexo, de la vida.
Todo uno.
Se sale del cine convencido de haber superado un umbral. Nunca antes se vio todo tan claro, tan feliz, tan limpio. Con la mirada tan limpia. Y aquí nos paramos que alguno ya está pensando mal.
La herida y las cicatrices
Pocos cineastas tan preocupados por la economía como Alexander Payne. De nuevo, como en 'Los descendientes', por citar la más cinta más cercana, el director cuenta en 'Nebraska' la historia de un hombre atrapado entre las cosas que encarcelan a los hombres en su condición de hombres: las deudas. Y no hablamos de la crisis. Nos referimos a todo aquello que debemos a la gente que nos rodea. Nuestra hipoteca con la vida va mucho más allá de lo que el banco pretende. Que ya es mucho. Nos referimos a nuestros padres, nuestros hijos, el paisaje de nuestra infancia... todo eso forma parte del pasivo; del debe.
Un hombre, entre la demencia y el miedo (cosas de la vejez), vive obsesionado por recoger un millón de dólares que cree haber ganado en un concurso absurdo. Y dicho lo cual, padre e hijo inician la ritual 'road movie' que preside, fotograma a fotograma, cada segundo de la filmografía del director.
De la mano de un extraviado gigante llamado Bruce Dern, el director acierta a pintar con precisión ese espacio de acuerdo, de perdón y de reconocimiento que configura eso que, a falta de un término más preciso, podemos llamar amor entre un padre y un hijo. Por mucho que un padre le reproche a su hijo, nada comparado con lo que el hijo será capaz de echar en cara al padre. Y eso es así hasta que deja de serlo.
Hasta que el hijo aprende ser hijo, que es, probablemente, la única manera de ser (padre o lo que sea). Y perdón por la homilía.
Lo que sigue es la puntual descripción de lo que nos hace ser lo que somos. Entre la comedia triste, el drama majestuoso y el simple desengaño, Payne guía al espectador por una marea muy parecida a todas las mareas del mundo. Con gesto de gran cine, la película describe con detalle el punto exacto en el que estamos y del que, nos pongamos como nos pongamos, jamás nos hemos movido. Emociona porque nos descubre nuestra desnuda condición de seres desnudos. Y eso emociona tanto como una película perfecta.
Rodada en blanco y negro, la maniobra consiste en fundir los personajes con el paisaje hasta transformar el páramo que debe de ser Nebraska en la geografía de la mismísima alma. Aparentemente la película más sencilla del director y, sin embargo, la más honda.
Y, ahora, respiremos. Pocas jornadas tan intensas, tan plenas. De cine, de vida y (no sé si ya lo hemos dicho) de sexo. O eso esperamos, que el día no ha hecho más que empezar.

1 comentario:

  1. Interesante información sobre películas que esperemos lleguen por aquí, Carlos Arturo Trinelli

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